Nuestro mundo se esfuerza por imaginarse sin Dios, canta los
mantras de la autosatisfacción, de la autonomía, de la autosuficiencia y de la
autorrealización. Nuestro mundo grita: ¡placer!, ¡libertad!, ¡prosperidad! y
¡felicidad!, pero lo grita de espaldas al único que puede proveer en verdad
estas cosas, lo gritan de espaldas a Dios, negándole, y negando así todo lo
espiritual.
Es un mundo dedicado a lo sensorial, al
artificio, al lucro y a lo inmediato. Dejándose arrastrar por ofertas
engañosas, que lo único que hacen es alejarles de la verdad y de Dios. Un mundo
que se sitúa en clave egoísta, que hace que cada quien vele por lo suyo. Sus
propios intereses, así el único sentido que encuentra el egoísta para agruparse
es el utilitarismo puro y duro, corriendo tras de la realización de su utopía
personal, donde palabras como “bien común”, “servicio”, “sacrificio”, “entrega”
son al parecer provenientes de una lengua muerta pues no se entienden y mucho
menos se apropian.
Pero el mundo ha tenido siempre estas propuestas, claro está no
con la intensidad, la frecuencia y el poder que dan las nuevas tecnologías, un
mundo cada vez más pequeño, donde todo aparenta estar a la mano.
La respuesta del hombre ante la realidad contemporánea no puede
estar en el vacío, la nada, el individualismo y la indiferencia. El hombre para
que despierte a esta realidad lo primero que debe es convencerse que está en un
combate, un combate espiritual.
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